Simplemente un Chico de Tuilla

“Hola, David. Bienvenido a Nueva York”.

Eso es todo lo que pude entender. El señor con un traje elegante extendió la mano. La apreté y sonreí. Luego me dijo otra cosa, y me puse nervioso. ¿Me había preguntado algo?

Estábamos en el túnel que se encuentra afuera de los vestuarios del estadio de los Yankees. Acababa de mudarme del Atlético de Madrid al nuevo club de fútbol de la ciudad de Nueva York, el NYCFC. Fue una de mis primeras visitas al estadio, y andaba caminando por ahí, tratando de captar todo. Cuando vivía en España de niño, sabíamos muy poco de Estados Unidos. La ciudad de Nueva York era un lugar que sólo existía en las películas. Pero lo que sí conocíamos eran los Yankees. Así que aquí estoy, admirando a este enorme símbolo de los deportes de los Estados Unidos, mi nuevo hogar, cuando de repente este señor de aspecto muy importante con un traje elegante se me acerca.

No tenía idea de lo que estaba diciendo. Ni siquiera estaba seguro de quién era él. Luego, capté la palabra “Steinbrenner” y el corazón se me paró. En ese momento comprendí que mis clases de inglés viendo programas estadounidenses con mis hijas no me habían servido de gran cosa. Según yo, estaba aprendiendo algo de inglés como para conversar viendo el canal de Disney, pero de repente me encontré parado frente a Hank Steinbrenner en su cancha de béisbol y no podía expresarme de la manera que yo quería. Quería decirle muchas cosas a este hombre tan importante, pero me sentí atrapado en mi propio cuerpo.

Hank y yo nos miramos por unos cuantos segundos en silencio. Me dirigí a mi traductor: “Por favor, ¡dile que me estoy esforzando mucho por aprender inglés!”. Hank se rio y dijo que todo estaba bien. En ese momento me di cuenta de que necesitaba tomar muy en serio mis lecciones de inglés y contratar a un tutor profesional. Este fue mi momento de “bienvenido a Nueva York”. Dicen que todo el mundo tiene uno.

Para explicar por qué me siento afortunado de vivir en los Estados Unidos, tengo que explicar de dónde vengo.

Cuando pienso en mi infancia, transcurrida en el pueblecito de Tuilla, en España, me vienen tres cosas a la mente: fútbol, minas de carbón y manzanas. La parte del fútbol no es exclusiva de mi pueblo. Por todo lo largo y ancho de España, millones de niños hacen lo mismo. Van a la escuela, luego regresan a casa y juegan al fútbol en la calle hasta que llega la noche. Si caminan por cualquier pueblo de España, verán alguna ventana rota como resultado de los partidos de fútbol en la calle. A menudo los partidos son de más de 11 contra 11. Pueden ser una versión muy libre de hasta 40 chicos. Sabíamos que si nos íbamos a casa a cenar, ahí se acababa nuestra tarde. Nuestras madres nos habrían puesto a estudiar y luego a dormir. Así que siempre que no teníamos mucha energía, improvisábamos brincando la baranda más cercana y tomábamos “prestadas” unas cuantas manzanas de los huertos que están alrededor de Tuilla. Algunos de los niños más veloces hasta se llevaban algunos conejos de las granjas aledañas, pero yo nunca fui tan rápido.

Todos estábamos en busca de un sueño.

Todo mundo conoce la historia del sueño americano. Pero en España tenemos nuestra propia versión. En mi infancia, el sueño español era ponerse la camiseta del equipo nacional de la roja y ganar la Copa del Mundo por primera vez en la historia de España. No es una exageración decir que el sueño comenzó antes de tener memoria. A los cuatro años, un día estaba jugando al fútbol con algunos niños mayores cuando uno de ellos se cayó sobre mí, y mi rompí el fémur. Fue una fractura tan grave que los médicos les dijeron a mis padres que había dos opciones de tratamiento. Podían hacerme una operación de inmediato, que sería más fácil de momento pero podría limitar mi movilidad por el resto de mi vida. Y la otra opción era mucho más difícil, pero me daba la oportunidad de que mi pierna sanara por completo. Durante varios meses estuve enyesado desde el tobillo hasta la cadera. Existía la posibilidad de que si esto no funcionaba, me quedaría cojo por el resto de mis días.

Para mi papá, solo había una respuesta. Elegiríamos la ruta difícil de la pierna enyesada. Él era fanático del fútbol, y desde el momento en que nací, hizo todo lo que pudo para ayudarme a convertirme en un futbolista profesional. Sabía bien lo que era trabajar duro. Como la mayoría de los hombres de Tuilla, mi padre trabajaba en minas de carbón. Todos los días al despertarme para ir a la escuela, mi padre ya se encontraba a 800 metros (2,600 pies) bajo tierra trabajando su turno en la mina. El carbón es el mineral que mantenía al pueblo durante esos años, pero la extracción es un trabajo muy peligroso. Mi papá perdió a varios de sus amigos en accidentes trágicos, y pasó por muchas cirugías debido a las lesiones en la mina. El codo. Las rodillas. Y por supuesto, la nariz. Bromeábamos con él pidiéndole que nos contara sobre su pelea contra Mike Tyson.

Después de que me enyesaron la pierna, estuve confinado a una cama durante dos meses. Mi pierna derecha estaba sostenida por un cabestrillo. No recuerdo nada de esto, pero por lo que mis padres me han contado, lo único que podía hacer era ver fútbol en la tele y oír música. No podía jugar con mis amigos afuera ni ir a la escuela, y eso me tenía tan inquieto que me pasaba el tiempo dando patadas y patadas y más patadas con la pierna izquierda. Finalmente mi madre decidió colgarme las dos piernas del cabestrillo para poder tener algo de paz y tranquilidad.

Cuando por fin pude estar fuera de la cama, todavía tuve que estar enyesado durante cuatro meses más, pero una de las primeras cosas que hice fue salir al jardín que estaba al frente de nuestra casa con mi padre. Ahí fue donde comenzamos juntos mi sueño con el fútbol. Me sostenía de la pared para apoyar mi peso y movía la pierna enyesada hacia un lado, mientras él hacía rodar un balón de fútbol hasta mi pierna izquierda. Por naturaleza, uso la pierna derecha, así que el pie izquierdo era el más débil. Después de un largo día en la mina, mi papá se quedaba ahí parado por horas rodándome el balón para que yo pudiera pasárselo.

Ahora puedo usar ambos pies muy bien, lo cual siempre han dicho que es una gran virtud para un futbolista, en especial para un delantero. Nunca fui el jugador más fuerte ni el más técnico, pero siempre podía darle bien al balón con ambos pies, y eso hace que un delantero resulte impredecible. Esta habilidad surgió gracias a que mi padre sacrificó su tiempo rodando el balón una y otra vez a mi pie izquierdo cuando yo tenía cuatro años de edad. Aunque a mí me dolía mucho, probablemente su espalda sufría mucho más después de un largo día en la mina. Pero mi papá nunca se quejó. Realmente le encantaba hacerlo. Desde entonces, él siempre estaba conmigo, viéndome cada vez que jugaba. Incluso cambiaba de turno en la mina para poder estar en casa a tiempo para mis entrenamientos, incluso si eso significaba comenzar a trabajar a las 2 de la mañana. Desde que a los cinco años comencé a jugar fútbol en el parque, y hasta los 20 que me mudé a Zaragoza, nunca tuve que tomar un autobús para ir a entrenar. Mi papá siempre estuvo ahí para llevarme en el coche.

Durante mi niñez y adolescencia no tenía idea de lo que era EE. UU. Parecía un lugar muy lejano. Casi inalcanzable. Los niños de mi pueblo ni siquiera veían la posibilidad de visitar este país algún día. Yo no veía ningún horizonte más allá de España, ni siquiera más allá de mi pueblo. Entre los 9 y 10 años mi meta era llegar al primer equipo del Sporting Gijón, el único club realmente profesional de Asturias. Uno escucha muchas historias sobre las academias del Barcelona y del Real Madrid, donde básicamente a los niños se les trata como profesionales. Definitivamente esa no fue mi historia.

Cuando finalmente fui fichado para entrar al equipo juvenil del Sporting Gijón a los 16 años, seguía en la escuela estudiando para ser electricista. El programa de desarrollo profesional exigía que uno hiciera prácticas profesionales, cosas como instalar un aire acondicionado, y otros proyectos parecidos. Pero como estaba jugando para el Gijón, los partidos se cruzaban con mis prácticas de electricista. Así que tuve que tomar una decisión: ¿Continuar con mis estudios y ser práctico, o lo dejaba por el momento para seguir con mi sueño? Sabía que no me costaría ningún esfuerzo convencer a mi padre, pero con mi mamá era otra la historia. Ella no era ninguna apasionada del fútbol y quería que tenga una carrera que me permitiera ganarme la vida. Así que terminé haciendo un trato con ella: Me dí dos años de prueba. Si en ese tiempo no llegaba al equipo profesional del Sporting de Gijón, renunciaría al fútbol y regresaría a la formación para convertirme en electricista.

Dos años después, mis padres fueron dos de los 16,000 fanáticos en las gradas de El Molinon cuando hice mi debut profesional para el Sporting. Probablemente este fue el día más feliz de la vida para mi familia. Todavía no era futbolista. Tenía que conservar mi lugar en el equipo. No tenía idea de lo que me esperaba más adelante. Pero logré la meta por la cual toda mi familia se había sacrificado tanto. Me puse la camiseta roja y blanca del Sporting y jugué en el estadio donde Quini, el héroe de mi padre, había jugado en los 70. Mi mamá lloró ese día. No teníamos idea de que 10 años más tarde, estaría levantando el trofeo de la Copa del Mundo por primera vez en la historia de España. (Mi padre lloró ese día). Lo único que sabíamos a ciencia cierta era que mi carrera de electricista iba a seguir esperando.

Durante la siguiente década, logré subir más y más alto, del pequeño club de mi tierra al Zaragoza, luego al Valencia, después al Barcelona y al Atlético de Madrid. Nada mal para un muchacho que tenía una pierna un poco más corta que la otra. Pero todos estos clubes estaban en España. Había pasado toda mi carrera en mi país de origen. Podía usar los dos pies, pero solo conocía un idioma y una sola manera de vivir. Cuando se presentó la oportunidad de ir a Estados Unidos para ayudar a crear el legado de un nuevo club con el NYCFC, el reto era demasiado emocionante como para dejarlo pasar.

Mi familia estaba muy emocionada porque iba a empezar una vida nueva, pero mis amigos españoles no dejaban de preguntarme: “David, ¿qué vas a comer en Estados Unidos? La comida no es como la de España”.

Cuando llegué el año pasado, no mucho después de haber conocido al Sr. Steinbrenner, me llevé a mis hijos a patinar al Parque Bryant. Me sentí inundado de alegría al verlos patinar y disfrutar. Había un enorme árbol de Navidad y todos los rascacielos tenían luces de colores. Con mi abrigo y mi gorro, nadie me reconocía. Solo era un papá más viendo cómo se divertían sus hijos, de la misma forma que mi papá me veía a mí, aunque este parque era mucho más bonito que el mío en Tuilla. Cuando terminaron de patinar, se morían de hambre. Éramos 10 en total, así que nos estábamos enfrentando a otro problema de “bienvenidos a Nueva York”. ¿A dónde podríamos comer con un grupo tan grande sin tener una reservación?

Mis hijos se emocionaron con la idea de comer pizza, así que terminamos caminando por ahí hasta que encontramos una pequeña pizzería. Sólo había dos mesas en todo el restaurante. Esto era el clásico Nueva York, tal como lo ves en las películas, con las fotos enmarcadas en la pared y todo lo demás. Cuando la pizza estuvo lista, nos comimos una rebanada y todos se volvieron locos. He visitado todo el mundo gracias al fútbol, y honestamente puedo decir que fue la mejor pizza que he comido en toda mi vida. Fue un momento insignificante, pero esa noche sentí que en verdad estaba viviendo mi propio sueño americano.

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